Cuando Hugo Chávez empezó su revolución con un golpe de Estado de madrugada contra el Gobierno de Carlos Andrés Pérez, un muchacho dormía en su cama. Se despertó a la mañana siguiente, el 4 de febrero de 1992, con la noticia de que los golpistas que comandaba aquel hombre de color café y cara afilada que entonces era Chávez habían fracasado. La escaramuza había dejado una treintena de cadáveres alrededor del Palacio de Miraflores. El teniente coronel, que lucía una boina roja, asumió la responsabilidad histórica de ese momento y se fue preso a la cárcel de Yare, donde mantendría conversaciones con un busto de escayola de Simón Bolívar en los ratos en los que no leía teoría política. En ese amanecer se plantó la semilla para una leyenda que estaba por agrandarse en la próxima década. El muchacho al que despertó todo ese alboroto en la radio y la televisión se llamaba Nicolás Maduro Moros y estaba a punto de cumplir 30 años. Su carrera como conductor del Metro de Caracas no había hecho más que empezar.
Hacia atrás, la vida de Maduro está llena de anécdotas más o menos edulcoradas. Al lado del mito construido alrededor de la figura de Chávez -a veces exagerada y a menudo malinterpretada-, levantar una efigie en su nombre no resulta nada sencillo. En su biografía cuesta encontrar momentos heroicos, escenas de arrojo revolucionario. Bolívar y Chávez empuñaron armas, Maduro un bate de béisbol y el volante de un metrobús. Esta última campaña presidencial con la que busca su segunda reelección ha sido un buen momento para reescribir pasajes de su existencia. A un libro se ha sumado una película bien producida y con actores profesionales al estilo The Wonder Years. En un momento dado, una voz en off del personaje que interpreta a un Maduro adolescente se pregunta: “¿Sería mejor ir a jugar a las grandes ligas de Estados Unidos o quedarme en mi país haciendo la revolución?” Ese dilema nunca existió, ni por revolucionario destacado, ni por portento del béisbol.
Maduro nació el 23 de noviembre de 1962 en una clínica privada de Caracas. Su educación temprana la recibió en un colegio de monjas. Era parte de una familia de clase media con vida en un edificio de apartamentos. Un padre economista de izquierdas, fundador del Movimiento Electoral del Pueblo y militante la Liga Socialista, y una madre ama de casa de la que poco se habla —muy beata y temerosa de Dios, según ha dicho recientemente—. Además, tres hermanas mayores graduadas en la universidad. Nicolás era el pequeño.
Su llegada al mundo coincidió con la década de las insurrecciones guerrilleras, cuando ya había aflorado el mito de la revolución cubana de Fidel Castro. Fueron también los primeros años de la democracia venezolana, después de la dictadura de Marcos Pérez Jiménez. Los gobiernos reprimían las manifestaciones, detenían a estudiantes y los torturaban en los sótanos de las comisarías. Nicolás apenas era un niño. En su película, se introduce esa época con el asesinato del padre de Jorge Rodríguez, el que ahora es su principal operador político, a manos de los servicios de inteligencia militares. Un episodio que no tiene mucho que ver con él. Por sus recurrentes digresiones durante sus mítines o sus intervenciones televisivas, pasó mucho tiempo frente al televisor haciendo zapping entre Spiderman, Starsky y Hutch y Columbo. En la adolescencia ya estudiaba en un liceo público, manejaba el Ford Fairlane de su padre y sus principales dilemas eran dedicarse al béisbol, a la música en una banda de rock o a la política, donde ya había iniciado militancia en el grupo de izquierda Ruptura y luego en La Liga Socialista.
Acabó aterrizando en La Habana, donde estudió en una escuela de formación de cuadros políticos de izquierdas. Al volver a Venezuela se vinculó al MBR 200, el movimiento revolucionario cívico-militar de Chávez. Visitó en la cárcel a Chávez, al que ya admiraba con una pasión encendida. Por esos días también se cruzó con Cilia Flores, entonces una abogada sumada a la causa de la liberación de los presos políticos que acabaría convirtiéndose en la primera dama. Maduro tuvo antes otro matrimonio del que se sabe muy poco, solo que de ahí nació un hijo que lleva su nombre y que sigue sus pasos en política. Cilia añadió a esa unidad familiar otros tres hijos que Maduro ha apadrinado. Junto con Cilia y otros incondicionales del chavismo como el hoy fiscal general Tarek William Saab, Maduro luchó por un indulto para la excarcelación de Chávez y logró el sobreseimiento de la causa durante el Gobierno del presidente Rafael Caldera, dos años después de su detención. Era 1994.
En 25 años de revolución, Maduro ha sido constituyente, diputado, presidente del Parlamento, canciller por seis años dejando el sello de la petrodiplomacia chavista, breve vicepresidente de la República y jefe del Partido Socialista Unido de Venezuela. Desde el 8 de diciembre de 2012, nada más y nada menos que el heredero del legado de la revolución por decisión del propio Chávez, que elegía al muchacho que dormía la noche que él entró en Caracas con los tanques. Chávez lo anunció en un acto televisado, enfermo terminal de cáncer, al poco de ser reelecto. Esa fue su despedida, su testamento político. “Ustedes elijan a Nicolás Maduro”, dijo mirando a la cámara. A su derecha, Diosdado Cabello, compañero de armas, camarada, el favorito en la línea de sucesión. A la izquierda, Nicolás, el ungido, el elegido. Esa imagen serviría para que la gente inventase después una supuesta rivalidad entre ambos. Ni la hubo ni la habrá. La unión de Maduro y Cabello ha sido fundamental para que el chavismo siga en el poder tantos años después.
El encargo que le dejó el comandante antes de morir lo llevó a ser presidente en el 14 de abril de 2013, un mes después de enterrarlo, y a reelegirse a toda costa en 2018 en unos comicios que en los que se invalidó la postulación de la tarjeta que reunía a la coalición opositora, la de la MUD y que no fueron reconocidos por gran parte de la comunidad internacional que acusó un fraude. Ahí comenzó una crisis de legitimidad, las aguas en las que ha nadado los últimos años.
Muchos pensaron que así, aislado, acechado por las sanciones de Estados Unidos, no sobreviviría en el cargo. Le cortarían la cabeza los suyos propios, alarmados por su falta de liderazgo. No le concedían el talento para superar una situación como esa. Se equivocaban. Maduro ha logrado acallar cualquier disidencia interna, nadie le disputa la silla. Mantiene un control sobre las estructuras incluso más fuerte que el de Chávez. Él se ve a sí mismo como un sobreviviente. Los que le rodean ven injusto que se santifique a Chávez, que le entregó una nación al borde del colapso económico, con el PIB reducido un tercio, la economía petrolera desmontada y un cuarto de la población forzada a emigrar. Resistió, piensa cuando se mira en el espejo. Ahora, con un crecimiento del 4% pronosticado para este año, aduce que lo peor ya pasó y que Venezuela encara una década de resurgimiento bajo su mando.
Para ejercer un liderazgo bajo la sombra que suele cubrir como un manto a los herederos, Maduro ha tenido que construir un Gobierno más militar que el del propio Chávez. Ejerce una presidencia autoritaria con un enorme saldo de violaciones a los derechos humanos y centenares de presos políticos, por las que por primera vez un país de América Latina ha llegado a la Corte Penal Internacional. Eso y otros asuntos lo han arrinconado en el plano internacional, hasta convertirse en un paria. Algunas muestras de apertura con Colombia y la Casa Blanca en los últimos años le han devuelto cierto peso público. Su diplomacia, no obstante, ha quedado reducida a Rusia, Cuba, China, Irán y Turquía. Maduro está convencido de que este domingo podrá ganar en las urnas a la oposición, sin trampa, y demostrarle al mundo -al menos eso dice él y la gente que le rodea- que es un presidente legítimo, al que el pueblo quiere. Si llega a 2030 como presidente, habrá gobernado Venezuela muchos más años que Chávez. El comandante llegó antes, mientras él dormía, el poder estaba reservado para él más tarde, sin prisa.
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